
Poco le importaba a Carmelo que ninguno de sus tres amigos se ofreciesen a ver con él
Mamma Mia. A Tony le dolia la boca de decirle que
El caballero oscuro tenía muy buena crítica. Que llevaba cuatro semanas consecutivas siendo número uno en la taquilla de EEUU, algo que no ocurría desde hacía casi cinco años. Pero Melo, que así es como le llamaban desde muy pequeño en su pandilla, decidió que la cinta de Christopher Nolan podía esperar una semana más. Aunque ese miércoles tuviese que estar con ajenos como compañeros de butaca. Ya había visto en Madrid el musical de ABBA y no estaba dispuesto a perderse la adaptación a la gran pantalla de una obra que había sido admirada por más de treinta millones de personas en 160 ciudades de todo el mundo. Y que había sido traducida a ocho idiomas. Ahora llegaba a los cines de la mano de los responsables de su éxito en Broadway y, para colmo, tenía como protagonista a Meryl Streep, ganadora de dos oscar por
Kramer contra Kramer y
La decisión de Sofía. No podia perdérsela. Ya había visto algunas películas de la actriz y le habían encantado, sobre todo
Los puentes de Madison,
Las Horas o
El diablo viste de Prada. No le importaba que sus amigos le mirasen raro por entrar solo al cine. A ellos les gustaba comentar por lo bajo la película mientras bebían cola. O echarse unas risas a coro. Pero Melo estaba acostumbrado a ir solo a casi todos los estrenos. A sus 16 años, no había primer pase que se escapase de aguda mirada. Era un cinéfilo. Y desde bien pequeño. De hecho, su padre todavía le llamaba Totó. Como el protagonista de
Cinema Paradiso. Si, de canijo, proyectaban una secuencia de imágenes, fuera donde fuese, allí se presentaba de la mano de Luis, su padre. Es muy probable que las películas supliesen el cariño que le hubiera dado Carmen, su madre, si viviese, pues Melo era huérfano. Carmen murio cuando él tenía dos añitos. Por eso sólo recordaba de ella las nanas que le cantaba. Nanas que, según Luis, eran el origen de de su amor hacia los musicales. Fuesen en cine o sobre las tablas. Había visto en cinta
Oklahoma,
Sonrisas y lágrimas,
Jesucristo Superstar y
Grease. También habían pasado por delante de sus melosos ojos películas más recientes como
Chicago,
El fantasma de la ópera o
Sweeney Tood. Cuando Melo entró en la sala 9 había ya mucha gente sentada viendo los acosadores -y a la vez apetitosos- trailers. El joven tomó su butaca y enseguida comenzó a esperar el inicio de lo que para él era un filme de Perseo. No tanto por la frugalidad de sus meteoros, sino más bien por el brillo de sus estrellas. Le entusiasmaba la idea de que una película musical reuniese a actores como Pierce Brosnam, Colin Firth, Meryl Strepp o Julie Walters. Se moría de ganas por oír cantar al ex agente 007 o a Mr. Darcy, el eterno objeto de amor de Bridget Jones. Lo único que temía era no poder seguir todas las letras de ABBA. No se las sabía al dedillo. Sólo las más conocidas. El resto era capaz de tatarearlas y acertar algún estribillo que otro. Pero no le preocupaba en extremo. A pesar de que el grupo sueco siguiera vendiendo tres millones de copias al año en todo el mundo, todavía había mucha gente que no se las sabía. Tres ejemplos eran sus amigos, que se encontrarían ya en la sala de al lado viendo sobre la pantalla blanca al desafortunado y excelente actor Heath Ledger. Incluso los actores principales de
Mamma Mia se inclinaban más –en su momento- por otro tipo de música: Neil Young, Tom Waits o The Doors. Pero el filme empezó y parecía él mismo el compositor de las letras. Podía incluso seguir mediante los subtítulos el significado de las canciones. “Nada como la versión original de los temas musicales”, decía siempre su padre. Disfrutó como un niño con
Honey, Honey,
I have a dream,
Mamma Mia y
Chiquitita. Pero sobre todo con
The winner takes it all y
Dancing Queen. Simpática puesta en escena y estupendo trabajo de coros. Tan embobado estaba Melo cantando, con una perpetua sonrisa en la boca, que las cerca de dos horas que duraba la película se le hicieron cortas. El final le encantó. Jamás esperaba nada igual. Al salir del cine se pidió una fanta y se sentó en un banco a esperar a sus amigos. Todavía no les veía. Seguirían viendo la película o estarían en el servicio. Sentado, Carmelo recordaba las escenas de baile. “Ojala pudiese ser yo uno de los protagonistas”, se decía a sí mismo. Aunque había quienes consideraban que la fotografía de la película era hortera, a Melo le encantó. Vistas acogedoras y luminosas, colores primarios, playas paradisíacas, casas encaladas y flores prácticamente en cada rincón. Ideal para una comedia que se desarrolla en una isla griega. Como anillo al dedo para unas canciones tan animadas que sirven de embalaje a una entretenida boda. Compartía el joven la opinión de Joe Morgenstern, del
Wall Street Journal. Era una película “agradable, provechosa y, ante todo, bailable”. Por otra parte, exageradas le parecían las criticas de A. O. Scott, del diario
The New York Times, y de Melanie Reid, del periódico
The Times. El primero aconsejaba no tener miedo a la película. “Se puede disfrutar un buen rato y luego reconocer lo mala que es”, decia Scott. La segunda, en cambio, decia que “Shakespeare, Joyce, Dickens y Puccini la aplaudirían”. “Ni tanto ni tan calvo”, pensaba Melo. “Es una película cuidadosamente trabajada que cuenta con la bendición de grandes temas del pop mundial. O lo que es mas importante: un paso más en el empuje que necesitan los musicales en todo el mundo, sobre todo en España”, decía ya medio susurrando el hijo de Luis al avistar a sus amigos. Esa tarde los cuatro llegaron contentos a sus casas. Pero Carmelo fue el único que subió bailando los peldaños de sus escaleras.
Javier de Matrice.